EL MALO DEL CUENTO
Cansado de ser siempre el malo de los cuentos, el lobo se levantó aquella mañana dispuesto a renunciar a su cargo. Se puso el traje de los domingos, se afeitó con esmero y se fue a la oficina de trabajo de personajes infantiles. En la oficina había un gran follón. El Gato con botas había intentado colarse y pasar antes que la Abuela de Caperucita y la Bruja de Blancanieves se había enfadado tanto que le había convertido en un ratón:
– ¡Qué poco respeto por los mayores! – había gritado encolerizada.
Los funcionarios de la oficina tardaron más de media hora en convencer a la Bruja de que devolviera al Gato a su forma original y por eso todo iba con mucho retraso aquella mañana. Cuando por fin gritaron su nombre, el Lobo, arrastrando sus pies, se sentó frente al oficinista.
– ¿Qué desea, señor Lobo? ¿Ha tenido algún retraso con su sueldo este mes?
– No, no, todo eso está perfecto. Lo que no está bien es el trabajo. Estoy cansado de ser el malo de los cuentos. De que los niños me tengan miedo. De que los demás personajes se rían siempre de mi cuando acaban quemándome, llenándome de piedras la barriga, o disparándome con una escopeta de cazador. ¡O me convierten en héroe o me marcho para siempre!
– Pero eso no podemos hacerlo. Para héroes ya tenemos a los príncipes.
– Pero eso es muy aburrido. ¿No ha oído las quejas de las princesas? Ellas también están hartas de ser unas melindres que siempre necesitan ser salvadas: los tiempos están cambiando, señor funcionario. A ver si se enteran en esta oficina de una vez…
Pero por más que el señor Lobo intentó convencer al operario, no lo consiguió, así que se marchó enfadado dispuesto a no trabajar nunca más.
Fue así como los cuentos se quedaron sin villano. El cerdito de la casa de ladrillos miraba con nostalgia la chimenea, Caperucita se enfadaba con la abuela porque no tenía los ojos, ni la nariz, ni la boca muy grande, los siete cabritillos esperaban aburridos en casa a que mamá apareciera, Pedro no asustaba a nadie con su grito de ¡qué viene el lobo! porque todos sabían que este se había ido para siempre.
Pero lo peor fue que, sin el señor Lobo, los cuentos dejaron de ser divertidos y los niños se aburrían tanto, que dejaron de leer.
Muy preocupados, todos los personajes infantiles se reunieron en la oficina de trabajo para intentar buscar una solución.
– Si los niños dejan de leer, pronto desapareceremos todos.
– Hay que convencer al señor Lobo de que vuelva a ser el malo de nuestros cuentos.
– Tenemos que prometerle que no volveremos a reírnos de él. ¡Le necesitamos!
Así que todos juntos fueron a visitarle. Cuando el Lobo vio que todos los personajes querían que volviera, se sintió conmovido.
– Está bien, veo que no me queda más remedio que aceptar que mi papel en los cuentos es ser el malo. Pero para regresar a la literatura necesito que me hagáis un favor: quiero que todos los niños sepan que en mi tiempo libre no voy por ahí comiéndome abuelas, ni cabritillos, ni cerditos.
– Pero, ¿cómo haremos eso? – preguntaron todos sorprendidos.
– Conozco un blog de cuentos infantiles que seguro que estarían interesados en esta historia – exclamó entusiasmado un conejo sin orejas.
Y fue así como la historia del Lobo que no quería ser el malo del cuento llegó hasta nosotros…
LAS VACAS NO VAN AL COLEGIO
Todos tenemos un mejor amigo, alguien con quien nos gusta pasar el tiempo, hablar de nuestros problemas, divertirnos, jugar, reír…
La mejor amiga de Beto era la vaca Paca. Suena raro que fuera una vaca, pero Beto vivía en una granja rodeado de animales. Además, la vaca Paca le había salvado la vida siendo muy pequeño y eso, son cosas que no se olvidan…
Ocurrió cuando Beto solo tenía 3 años. Jugaba al balón junto a la guarida de los conejos cuando la pelota salió disparada hacia la carretera. Beto corrió detrás justo en el momento en que un camión lleno de haces de trigo pasaba por ahí. La vaca Paca, que pastaba tranquilamente en el prado de al lado, vio toda la escena, y salió corriendo hacia el niño.
El conductor, que no había visto a Beto, tan pequeño y veloz, se quedó pasmado al observar aquella enorme vaca corriendo hacia la carretera. Y frenó en seco.
Aquel fue el principio de una amistad muy especial. Beto se pasaba horas con la vaca Paca, solo bebía la leche que salía de sus ubres, y a veces, cuando no podía dormir, se acurrucaba junto a ella. A su lado nunca tenía miedo.
Por eso a nadie le sorprendía verlos siempre juntos. Eran como uña y carne, tan unidos que parecía imposible diferenciar donde acababa la sonrisa de Beto y donde comenzaba el meneo travieso de la cola de la vaca Paca. Y así fue siempre, hasta que Beto creció y tuvo que ir al colegio.
El colegio estaba en la ciudad y era muy grande. Estaba lleno de niños y niñas, pero no había conejos, ni prados, ni caballos, y por supuesto tampoco estaba la vaca Paca. ¿Por qué no podría llevarse a su amiga al cole, compartir pupitre y jugar juntos en el recreo?
– Porque es una vaca, Beto – le decía Mamá – las vacas no van al colegio, ni hacen deberes, ni cambian cromos durante el recreo.
Pero tanto insistió Beto, que Mamá finalmente accedió. Y Beto acudió al día siguiente montado en su vaca Paca. Todos los niños querían tocarla, jugar con ella, beber su leche y subirse a su lomo.
Pero tras un rato, la vaca Paca se cansó de estar pastando por aquel prado de cemento y decidió sentarse. No se le ocurrió otra cosa que hacerlo justo bajo una de las porterías del campo de fútbol:
– ¡Con ella de portera ganaremos todos los partidos! – exclamó entusiasmado Beto.
Pero el equipo contrario pronto se cansó de jugar con la vaca Paca.
– ¡Esto es injusto, queremos una portera de nuestro tamaño!
– Así gana cualquiera…
– Esto es trampa
– Así gana cualquiera…
– Esto es trampa
Así que a Beto, no le quedó más remedio que convencer a la vaca Paca para que se moviera de la portería.
– Quédate mejor en el pasillo – le dijo – que ahora tengo clase de matemáticas y no puedo atenderte.
La vaca Paca obedeció a Beto y se quedó tranquilamente tumbada en el pasillo, pero al rato, empezó a aburrirse de estar ahí sola y comenzó a llamar a su amigo. Los mugidos de la vaca eran tan fuertes que el maestro Daniel tuvo que parar la clase.
– ¿Qué es ese escándalo? Así no podemos seguir la clase…
Y salió al pasillo a ver que pasaba. La vaca Paca se puso muy contenta de ver por fin a alguien que la hablaba…¡estaba tan aburrida ahí sola! Tan contesta estaba, que con todo su cariño dio un lametazo a la calva brillante del maestro Daniel.
– Aaaaagh. ¡Qué asco! Esto es una vergüenza. Llévense a esta vaca a dirección.
Y para allá que fueron Beto y la vaca Paca, muy compungida por haber organizado todo ese lío. A Carmen, la directora, casi le da un patatús cuando vio a la vaca Paca entrar por la puerta de su despacho.
– ¿Qué hace una vaca aquí?
– Es que es mi mejor amiga y quería traerla para que conociera el colegio, a mis otros amigos, a los profesores…
– Es que es mi mejor amiga y quería traerla para que conociera el colegio, a mis otros amigos, a los profesores…
La directora vio tan ilusionado a Beto, y tan avergonzada a la pobre vaca, que se le ocurrió una idea.
– Beto, el colegio no es lugar para una vaca. Tu amiga tendrá que quedarse en vuestra granja mientras tu estás en el cole. Pero ya que ha venido hasta aquí, vamos a enseñarla a todos los niños…
La idea de Carmen era sencilla: dar una clase que ningún alumno olvidaría jamás. La vaca Paca, Beto y Carmen fueron pasando por todas las clases. Carmen les enseñaba todo lo que había que saber de las vacas y de los animales como ella: los mamíferos. Además muchos niños ordeñaron por primera vez una vaca, descubrieron como se alimentaba, que costumbres tenía y cómo vivían. Había sido la mejor clase de conocimiento del medio que todos habían tenido jamás.
Cuando acabó la jornada, Beto y la vaca Paca volvieron a la granja y contaron todo a Mamá, que con esa cara que ponen siempre las mamás cuando están a punto de decirnos algo importante afirmó:
– Ya te lo dije, Beto. Las vacas no van al colegio…
VALENTÍN, EL HIPOPÓTAMO BAILARÍN
Valentín llegó al zoo una tarde en que llovía mucho. No venía de África, como los otros hipopótamos del zoológico, sino del Gran Circo Mundial “La Ballena”, que había tenido que cerrar por problemas económicos. Su desaparición había provocado que todos los animales del circo tuvieran que buscarse otro lugar donde vivir.
A Valentín le habían mandado a un zoo pequeñito que había en una ciudad del norte. El lugar parecía agradable, pero…¡era tan diferente al circo! Lo único que se podía hacer todo el día era dormir, comer, rebozarse en el barro y sonreír a los visitantes que le hacían fotos constantemente.
– ¿Es que aquí no se hace nada más? – preguntaba frunciendo el ceño, el hipopótamo Valentín.
– ¿Te parece poco? – contestaba siempre uno de los perezosos de la jaula de al lado- sonreír todo el día a los turistas me parece agotador ¡con lo bien que se está durmiendo!
– ¿Te parece poco? – contestaba siempre uno de los perezosos de la jaula de al lado- sonreír todo el día a los turistas me parece agotador ¡con lo bien que se está durmiendo!
Pero a Valentín, que venía de una legendaria familia de hipopótamos artistas y bailarines de circo, eso de estar todo el día tirado a la bartola le aburría una barbaridad…
– ¡Si al menos tuviera música con la que bailar! – se lamentaba constantemente, mientras sus pies se movían al son de una melodía imaginaría que solo escuchaba él.
Los animales con los que convivía observaban con curiosidad a aquel hipopótamo extraordinario que suspiraba cada día y aprovechaba los momentos en los que no había visitantes, para bailar un tango, una samba o un cha-cha-chá. Por eso todos le llamaban el hipopótamo bailarín.
– Los bailes latinos son divertidos– explicaba a sus amigos- aunque a mí, de siempre, lo que más me gusta es la danza clásica con sus tutús vaporosos y sus zapatillas puntiagudas…
Tanto se lamentaba, y tan triste se le veía, que los animales del zoológico decidieron un día hacerle un regalo. Se juntaron todos sin que Valentín, el hipopótamo bailarín, se enterara y urdieron un plan para sorprender a su amigo.
– Necesitamos una banda, eso es fundamental – comentó la leona.
– Nosotros podemos hacer música con nuestras trompas – se ofrecieron los elefantes.
– Y nosotras con nuestros picos – exclamaron las grullas y los flamencos.
– Quizá nosotros podamos tocar el tambor – se ofrecieron los osos.
– Nosotros podemos hacer música con nuestras trompas – se ofrecieron los elefantes.
– Y nosotras con nuestros picos – exclamaron las grullas y los flamencos.
– Quizá nosotros podamos tocar el tambor – se ofrecieron los osos.
Uno a uno, todos los animales fueron organizándose para formar aquella orquesta maravillosa. Ensayaban a la menor ocasión, aunque lo más difícil era mantener alejado a Valentín. De esa delicada misión se encargaron los chimpancés, que estaban todo el rato tratando de entretener al hipopótamo.
– ¡Qué pesados están los monos, últimamente! – se quejaba Valentín – se pasan el día detrás de mí.
Y cuando le escuchaban quejarse, todos los animales se reían para sí, pensando en la sorpresa que se llevaría Valentín cuando viera aquella orquesta maravillosa y pudiera bailar con ellos.
Por fin, después de varias semanas de ensayos, llegó el día elegido. Se trataba del aniversario de la llegada de Valentín al zoo. Había pasado un año entero. Doce meses sin funciones, sin coreografías, sin aplausos, sin trajes de baile, ni tutús elegantes.
– ¡El tutú! Se nos había olvidado por completo – exclamó contrariado el rinoceronte.- No podemos hacerle bailar sin su tutú.
– ¿Pero dónde encontraremos uno? – se preguntaron todos.
– No os preocupéis – exclamó uno de los chimpancés – ¡Yo conseguiré uno! Dadme unas horas.
– ¿Pero dónde encontraremos uno? – se preguntaron todos.
– No os preocupéis – exclamó uno de los chimpancés – ¡Yo conseguiré uno! Dadme unas horas.
Y el chimpancé desapareció entre los árboles. Fue colgándose de una rama a otra hasta que salió a la ciudad. Anduvo de árbol en árbol hasta que por fin llegó a una tienda de disfraces. De cómo consiguió hacerse con un disfraz de bailarina tamaño XL poco más se sabe, pues nunca quiso desvelar lo que había ocurrido. Lo único que supieron todos los animales es que apenas un par horas después de haberse marchado, el chimpancé estaba de vuelta con un enorme tutú rosa y con sus zapatillas a juego.
– Ya lo tenemos todo –anunció el tigre de Bengala, que era el director de la orquesta. – ¡Que empiece la función!
Cuando Valentín escuchó aquella música estrafalaria no pudo evitar acercarse a ver que pasaba. ¡Vaya sorpresa se llevó al ver a todos sus amigos tocando la Sinfonía nº5 de Beethoven! Pero el hipopótamo se quedó aún más sorprendido cuando uno de los chimpancés le entregó un paquete envuelto en papel amarillo: ¡era un tutú!
Valentín, el hipopótamo bailarín, se probó aquel tutú y bailó y bailó para todos sus amigos.
Los animales del zoo lo pasaron tan bien, que desde entonces, cada primer lunes del mes organizan un gran concierto donde todos están invitados. También tú…aunque… ¿te atreves a danzar con el hipopótamo bailarín…?
EL GATO SOÑADOR
Había una vez un pueblo pequeño. Un pueblo con casas de piedras, calles retorcidas y muchos, muchos gatos. Los gatos vivían allí felices, de casa en casa durante el día, de tejado en tejado durante la noche.
La convivencia entre las personas y los gatos era perfecta. Los humanos les dejaban campar a sus anchas por sus casas, les acariciaban el lomo, y le daban de comer. A cambio, los felinos perseguían a los ratones cuando estos trataban de invadir las casas y les regalaban su compañía las tardes de lluvia.
Y no había quejas…
Hasta que llegó Misifú. Al principio, este gato de pelaje blanco y largos bigotes hizo exactamente lo mismo que el resto: merodeaba por los tejados, perseguía ratones, se dejaba acariciar las tardes de lluvia.
Hasta que llegó Misifú. Al principio, este gato de pelaje blanco y largos bigotes hizo exactamente lo mismo que el resto: merodeaba por los tejados, perseguía ratones, se dejaba acariciar las tardes de lluvia.
Pero pronto, el gato Misifú se aburrió de hacer siempre lo mismo, de que la vida gatuna en aquel pueblo de piedra se limitara a aquella rutina y dejó de salir a cazar ratones. Se pasaba las noches mirando a la luna.
– Te vas a quedar tonto de tanto mirarla – le decían sus amigos.
Pero Misifú no quería escucharles. No era la luna lo que le tenía enganchado, sino aquel aire de magia que tenían las noches en los que su luz invadía todos los rincones.
– ¿No ves que no conseguirás nada? Por más que la mires, la luna no bajará a estar contigo.
Pero Misifú no quería que la luna bajara a hacerle compañía. Le valía con sentir la dulzura con la que impregnaba el cielo cuando brillaba con todo su esplendor.
Porque aunque nadie parecía entenderlo, al gato Misifú le gustaba lo que esa luna redonda y plateada le hacía sentir, lo que le hacía pensar, lo que le hacía soñar.
– Mira la luna. Es grande, brillante y está tan lejos. ¿No podremos llegar nosotros ahí donde está ella? ¿No podremos salir de aquí, ir más allá? – preguntaba Misifú a su amiga Ranina.
Ranina se estiraba con elegancia y le lanzaba un gruñido.
– ¡Ay que ver, Misifú! ¡Cuántos pájaros tienes en la cabeza!
Pero Misifú no tenía pájaros sino sueños, muchos y quería cumplirlos todos…
– Tendríamos que viajar, conocer otros lugares, perseguir otros animales y otras vidas. ¿Es que nuestra existencia va a ser solo esto?
Muy pronto los gatos de aquel pueblo dejaron de hacerle caso. Hasta su amiga Ranina se cansó de escucharle suspirar.
Tal vez por eso, tal vez porque la luna le dio la clave, el gato Misifú desapareció un día del pueblo de piedra. Nadie consiguió encontrarle.
– Se ha marchado a buscar sus sueños. ¿Habrá llegado hasta la luna?– se preguntaba con curiosidad Ranina…
Nunca más se supo del gato Misifú, pero algunas noches de luna llena hay quien mira hacia el cielo y puede distinguir entre las manchas oscuras de la luna unos bigotes alargados.
No todos pueden verlo. Solo los soñadores son capaces.
¿Eres capaz tú?
¿Eres capaz tú?
EL CAMELLO DONATELLO
Nadie sabía cuantos años tenía el camello Donatello, solo que cada vez estaba más cansado y se quejaba más cuando tenía que cargar con los turistas desierto a dentro. Por eso, en medio de la travesía, solía pararse y sentarse tranquilamente sobre la arena caliente. No había manera de moverlo durante varios minutos, y los turistas lo miraban entre enfadados y divertidos.
– Caray con el carácter de este camello.
Al camello Donatello lo que le gustaba era quedarse cerca del oasis y rumiar paja: para dentro, para fuera, para dentro, para fuera. Así hasta que la paja se convertía en una masa pastosa que le dejaba un aliento ácido y desagradable.
También le gustaban los niños. Cuando en el grupo de turistas había alguno, siempre se lo colocaban a él. Pesaban poco y se reían mucho. Todo les sorprendía: las sombras que la caravana de camellos proyectaba sobre las dunas, el color rojo del sol al atardecer, los escarabajos que aparecían y desaparecían entre la arena o las sonoras y apestosas flatulencias que expulsaban los camellos.
– ¡Pero qué camellos más cochinos!
Los niños no paraban de reír divertidos con estas ventosidades y Donatello se reía con ellos. Durante las noches en el desierto, mientras los padres cenaban, hacían fotos y hablaban de esas cosas sesudas de las que hablan los mayores, Donatello entretenía a los niños, con sus gestos y sus sonidos.
– Da gusto – decían siempre los mayores –con este camello no hace falta que nos preocupemos de los niños.
– Mírales qué tranquilos están.
A Donatello también le gustaba encargarse de los más pequeños. Dejaba que se subieran encima, que le pellizcarán la panza y le hicieran cosquillas en el cuello.
– Solo sigo en este trabajo por los niños. Si no fuera por ellos… – solía comentar por las noches mientras descansaban cerca de las jaimas.
– Claro, por eso y porque si no, acabarías convertido en filetes de camello…¡con un poco de ensalada: ricos, ricos! – le provocaba la camella Marianela, mucho más joven que él.
El camello Donatello sabía que tenía razón. El día en que sus cansados músculos no pudieran hacer la travesía del desierto con los turistas a cuestas, dejaría de ser útil para los dueños y acabaría en un restaurante de plato principal. Y ese día llegaría pronto. Cada vez se sentía más cansado, más viejo, más débil. No había remedio.
Una tarde caminaban por el desierto con un reducido grupo de turistas. Entre ellos se encontraba Bea, una niña pecosa y canija que, por supuesto, iba montada en el camello Donatello, que estaba esforzándose mucho por seguir adelante. Bea, que notaba lo cansado que estaba el animal, le acariciaba su largo cuello y le daba palabras de ánimo
– Venga amigo, que estamos a punto de llegar y podrás descansar un rato.
Pero cuando apenas les quedaba un kilómetro para llegar a su destino, el camello Donatello se sintió desfallecer y cayó al suelo. No hubo manera humana de hacerlo levantar.
– Ya no va a moverse…este camello es tan viejo que no sirve para nada. Ahí lo dejaremos y a la vuelta veremos que hacemos con él.
Aterrada ante la idea de dejar solo al camello en medio de aquella nada de arena, Bea comenzó a llorar y se abrazó a él. Nadie consiguió despegarla de ahí, así que todos tuvieron que acampar junto a ellos, a pesar del visible enfado del dueño de los camellos.
A la mañana siguiente, se levantaron antes del alba para regresar al campamento. Después de haber descansado, el camello Donatello se veía con fuerzas hacer el trayecto.
– Camina, que ya verás cuando llegues…esta no me la vuelves a hacer- le gritaba muy enfadado el dueño.
– ¿Qué te harán cuando lleguemos? – preguntó intrigada la pequeña Bea.
El camello Donatello le contó que seguramente acabaría a la parrilla en alguno de los restaurantes de la zona.
– Es ley de vida, ¡qué le vamos a hacer! – afirmó resignado Donatello.
– Pues habrá que buscar una solución. ¡No podemos consentirlo! – exclamó decidida Bea.
Y durante todo el trayecto, mientras el sol poco a poco iba empezando a calentar más y más, Bea estuvo pensando la manera en que salvar al camello Donatello…
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